La Reforma y la Contrarreforma introdujeron visiones radicalmente diferentes sobre el trabajo y las finanzas, cuyas consecuencias persisten hoy en día. La cultura eclesiástica medieval rechazaba el préstamo a interés, no por razones bíblicas, sino por influencia de Aristóteles, cuyos puntos de vista sobre el dinero y los préstamos fueron adoptados sin mucho cuestionamiento. Esta influencia helénica llevó a una serie de condenas contra el préstamo a interés, desde la excomunión hasta la expulsión de prestamistas, a menudo judíos, quienes se convirtieron en chivos expiatorios de la frustración económica.
«Nosotros intentamos no adquirir nada que no sea una ganancia honrada y legal cuando no ansiamos enriquecernos por la injusticia ni saquear los bienes de nuestro prójimo». Juan Calvino
Dos visiones
La diferencia entre la visión reformada y la contrarreformista marcó una diferencia radical en la cultura del trabajo con consecuencias nada positivas que existen en la actualidad a pesar de los esfuerzos por eliminarlas. También tuvieron diferencias en la visión sobre las finanzas.
La cultura eclesiástica medieval vio siempre mal el préstamo a interés; la razón no era que la Biblia dijera nada en su contra, sino por el filósofo Aristóteles. El aporte de Aristóteles en el pensamiento católico medieval llegó a ser tan notable que hasta algunos dogmas como el de la transubstanciación fueron definidos utilizando sus categorías filosóficas (dichas categorías fueron desmentidas por la física contemporánea). Se puede calificar a Aristóteles como un genio, aunque no en el terreno de la economía, donde escribió páginas contra el dinero y los préstamos que Tomás de Aquino y otros autores eclesiásticos repitieron con más fruición que reflexión o sabiduría.
Con este punto de vista helénico-pagano se multiplicaron las condenas del préstamo con interés. El Segundo concilio de Letrán (1139) prohibió su ejercicio a laicos y clérigos; el Tercero (1179) impuso a los prestamistas la pena de excomunión y les negó cristiana sepultura; el Cuarto (1215) ordenó el destierro incluso de los judíos que lo practicaran. El II Concilio de Lyon (1274) ordenó la expulsión de los prestamistas disponiéndose que los obispos que no los excomulgaran fueran suspendidos, por nombrar algunos ejemplos. Esta corriente logró equiparar el préstamo con el adulterio o la homosexualidad.
La realidad fue que negar que los préstamos a interés, un instrumento esencial para el tráfico comercial y la vida económica, pudieran ser lícitos tuvo consecuencias perversas para la sociedad medieval. Por un lado, se acabó permitiendo la práctica del préstamo a interés, pero a los judíos, que no pocas veces practicaron la usura y que se vieron convertidos en chivos expiatorios de los odios que sufrieron los que deseaban cobrar los créditos. Se fue formando una imagen satanizada de los judíos que se empleó para legitimar el antisemitismo y, en paralelo, el absurdo eclesial derivado de un servilismo acentuado hacia Aristóteles obligó a pensar en maneras para financiarse que se acabaron bordeando si es que no entrando claramente en la simonía. Por último, los problemas económicos siguieron sin solventarse. A inicios del siglo XVI, el préstamo a interés había sido sustituido por un contrato trino que combinaba las figuras jurídicas del mutuo, el comodato y el seguro. Se trabaja de un reconocimiento hipócrita de la necesidad de instrumentos que se condenaban y contra los que se clamaba desde los púlpitos.
La cultura financiera de la reforma
Los reformadores fueron muy sensibles a los padecimientos de aquellos que, privados de un sistema financiero normal, quedaban a merced de los usureros. En la Europa de la Contrarreforma, la condena de la actividad bancaria tuvo funestas consecuencias ya que las naciones católicas, obedecieron los criterios de la Santa Sede al respecto o, si los violaron, lo hicieron de manera clandestina y con mala conciencia. Desde entonces, buena parte de sus poblaciones relacionaría la simple actividad bancaria con algo sucio, pecaminoso o indigno. De manera espectacular, las naciones donde había prendido la Reforma desarrollaron la banca moderna y, lógicamente, se hicieron con su control. Incluso naciones atrasadas en esa cuestión a finales del siglo XVI habían avanzado más que sus rivales católicas.
Durante los inicios de la guerra de los Treinta años, Cristian IV de Dinamarca y Gustavo Adolfo de Suecia fueron los campeones de la defensa de la libertad religiosa protestante frente a los intentos católicos de acabar con ella violando pactos como la paz de Augsburgo. Cristian IV basó financieramente su esfuerzo bélico en los hermanos Willem, una firma banquera con sede en Ámsterdam, y después en los Marcelis. Ambas bancas pertenecían a familias calvinistas. Gustavo Adolfo, por su parte, utilizó como base financiera Geer y Trip. Las victorias suecas fueron extraordinarias sobre las armas del imperio y de sus aliados hispanos. Esa firma bancaria hubiera podido servir a España, pero la intolerancia religiosa la expulsó del Flandes español, obligándola a establecerse en Ámsterdam.
Se podría objetar que como protestantes los banqueros protestantes servían a potencias protestantes. La realidad es que aplicaban una regla contenida en la Biblia: la de mantener la lealtad al gobierno que fuera siempre que garantizara su libertad religiosa; por ende, trabajaban para los clientes que los requerían. Esto no sucedió en España, pero sí en algunos de sus enemigos. Por ejemplo, el cardenal Richelieu, príncipe de la Iglesia católica, pero que no deseaba perjudicar los intereses de Francia, supo que la banca segura era la protestante y a ella recurrió, por citar un solo ejemplo. Durante todo el siglo XVII, los banqueros de élite en Europa fueron reformados.
En su mayor parte habían huido de los Países Bajos españoles donde el hecho de tener otras creencias distintas de la católica les habría costado la vida; así, el deseo de aplastar la libertad religiosa y acabar con la vida de los disidentes había evitado que pudieran servir al rey de España y los había colocado a las órdenes de príncipes protestantes que creían en la bondad de la banca. El resultado difícilmente pudo resultar más nefasto para España. En realidad, nunca volvería a ser potencia de primer orden, ya que «las sociedades protestantes eran, o se habían convertido, en sociedades con una visión más adelantada que las sociedades católicas tanto económica como intelectualmente».
España continuaría despreciando los bancos y su actividad durante años; de hecho, no aparecieron los primeros bancos en España hasta mediados del siglo XIX. De nuevo, la nación se había quedado varios siglos atrasada en la relación con la Europa donde había triunfado la Reforma. Lo mismo sucedería con otras naciones católicas en Europa y con las repúblicas hispanoamericanas.
Una visión bíblica de los bienes materiales y el desarrollo del capitalismo
El papel del protestantismo en el desarrollo del capitalismo fue tema de discusión desde que Max Weber publicó La ética protestante y el espíritu del capitalismo, donde comparó capitalismo y protestantismo (con mayor prosperidad). En la actualidad, daría los mismos resultados si se compara el norte y el sur del continente americano y la Europa reformista y donde se impuso la Contrarreforma. Weber atribuyó el avance del capitalismo especialmente en los sectores calvinistas y puritanos del protestantismo y creyó encontrar la clave del éxito en la necesidad de los reformados de asegurarse de que habían sido predestinados encontrando esa certeza en el éxito material.
La respuesta a la relación entre el capitalismo y la Reforma es más compleja de lo deseado. Algunas formas de precapitalismo aparecieron en la Edad Media y deberían haber derivado hacia un capitalismo maduro si no fuera por la influencia de la iglesia católica. En contra de lo que pensó Weber, los reformadores predicaron con firmeza contra el afán de lucro y la codicia. Precisamente al analizar el mandamiento que ordena no hurtar, Calvino señaló que «nosotros intentamos no adquirir nada que no sea una ganancia honrada y legal cuando no ansiamos enriquecernos por la injusticia ni saquear los bienes de nuestro prójimo… cuando no nos apresuramos a acumular riqueza arrancada cruelmente de la sangre de otros… Por otro lado, que sea nuestra constante meta otorgar nuestro consejo y ayuda a todos para asistirlos en retener su propiedad».
Aún más significativo si cabe es el contenido de la oración incluida en el Catecismo de Ginebra de 1562 para pronunciar antes de comenzar el trabajo. Al declarar la oración, los fieles debían percatarse de que sin la bendición de Dios «nada va bien o puede prosperar». Por ello, los trabajadores debían realizar sus tareas «sin fraude o engaño, y de tal manera que nos preocupemos más de seguir sus ordenanzas que de satisfacer nuestro apetito de hacernos ricos». Al mismo tiempo, Calvino insistió en que la gente que prosperara no cayera en la soberbia y en que los trabajadores de cualquier tipo no olvidaran a los necesitados. Resulta obvio, pues, que la teología reformada rechazaba el deseo de lucro como valor fundamental porque consideraba que existían valores muy superiores. De manera semejante, Calvino advertía de que el lujo podía crear grandes problemas y producir «un gran descuido en lo relativo a la virtud». Calvino insistió en «colocar un control sobre nosotros» que sirva para restringir «un deseo demasiado fuerte de hacerse rico o un impulso ambicioso por el honor». Esto no enseña el afán de lucro ni que la riqueza constituía una prueba de la bendición divina. Por el contrario, se manifestaron una y otra vez en favor de la austeridad, de la renuncia a la codicia y al lujo, de la búsqueda del servicio por delante de los honores y de confiar para las necesidades propias en Dios y en el trabajo honrado y bien hecho, y no en la capacidad de privar a los demás de sus posesiones. Ese cuadro encaja mal con el concepto que algunos tienen del capitalismo y que ha llevado a desastres. Sin embargo, sí permitió el desarrollo del capitalismo en las naciones reformadas a diferencia de lo que sucedía en aquellas donde se impuso la Contrarreforma, cuya razón fue la asunción de valores contenidos en la Biblia.
La austeridad en lugar del gasto salvaje en los reinos y en las familias; el trabajo bien hecho en lugar de la huida de la labor; el ahorro en lugar de la disipación; la investigación científica en lugar del servilismo hacia Aristóteles y el control ejercido ferozmente por la Inquisición; el concepto bíblico de las finanzas en lugar de la sumisión a la filosofía helénica, entre otros factores, marcaron un abismo infranqueable entre las pequeñas y pobres naciones reformadas y las grandes y ricas naciones católicas. De manera bien reveladora, ni la codicia, ni la riqueza inconmensurable de los metales preciosos de las Indias sirvieron para equilibrar una diferencia marcada porque en el otro lado se encontraban los valores contenidas en la Biblia.
Últimas palabras
La Reforma no promovió el capitalismo por mero afán de lucro, sino que ofreció una alternativa vigorosa que integra la ética de trabajo y el servicio a Dios en la vida financiera. Este legado reformado continúa inspirando un modelo de prosperidad que pone a Dios en el centro de nuestras labores y decisiones económicas, demostrando que la verdadera riqueza proviene de una vida vivida en obediencia y servicio a Su voluntad. La Reforma abrió el camino para un desarrollo que no solo transformó las economías, sino que también fortaleció la fe y el compromiso cristiano, ofreciendo un testimonio claro de cómo los principios bíblicos pueden guiar y bendecir todas las áreas de nuestra vida.
Fuente:
César Vidal; El legado de la Reforma. Una herencia para el futuro; editorial Jucum; 2016; pp. 265 - 274
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