A principios del siglo segundo de la era cristiana, la ciudad de Roma tenía ya casi mil años. Era la capital del imperio más grande en la historia de la humanidad. El Imperio Romano le había dado a la cuenca del Mediterráneo una unidad política nunca antes vista. La política del Imperio fue fomentar la mayor uniformidad posible sin hacer excesiva violencia a las costumbres de cada región. Esta había sido también antes la política de Alejandro. En ambos casos su éxito fue notable, pues poco a poco se fue creando una base común que perdura hasta nuestros días. Esa base común, tanto en lo político como en lo cultural, fue de enorme importancia para el cristianismo de los primeros siglos. Sin embargo, dentro de este gran imperio, otro imperio había sido implantado y crecía incesantemente. Era el Reino de Jesucristo, un reino en este mundo pero que no era de este mundo y que estaba en creciente expansión.
“Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén”. Mateo 28:19-20
El judaísmo helénico
Durante los siglos que precedieron al advenimiento de Jesús hubo un número cada vez mayor de judíos que vivían fuera de Palestina. Algunos de estos judíos eran descendientes de los que habían ido al exilio en Babilonia, y por tanto en esa ciudad así como en toda la región de Mesopotamia y Persia había fuertes contingentes judíos. En el Imperio Romano, los judíos se habían esparcido por diversas circunstancias, y ya en el siglo primero las colonias judías en Roma y en Alejandría eran numerosísimas. En casi todas las ciudades del Mediterráneo oriental había al menos una sinagoga. El judaísmo de la Diáspora es de suma importancia para la historia de la iglesia cristiana, pues fue a través de él que más rápidamente se extendió la nueva fe por el Imperio Romano. Además, ese judaísmo le proporcionó a la iglesia apostólica la traducción del Antiguo Testamento al griego que fue uno de los principales vehículos para la predicación del evangelio.
El griego
En el siglo primero eran muchos los judíos, aun en Palestina, que no usaban ya el hebreo. Pero, mientras que en Palestina y en toda la región al oriente de ese país se hablaba el arameo, los judíos que se hallaban dispersos por todo el resto del Imperio Romano hablaban el griego. Tras las conquistas de Alejandro, el griego había venido a ser la lengua franca de la cuenca oriental del Mediterráneo. Judíos, egipcios, chipriotas, y hasta romanos, utilizaban el griego para comunicarse entre sí. En algunas regiones los judíos perdieron el uso de la lengua hebrea, y fue necesario traducir sus Escrituras al griego, naciendo, así, la Septuaginta.
En tal caso, la importancia de la Septuaginta fue enorme para la primitiva iglesia cristiana. Esta es la Biblia que citan la mayoría de los autores del Nuevo Testamento, y ejerció una influencia indudable sobre la formación del vocabulario cristiano de los primeros siglos. Además, cuando aquellos primeros creyentes se derramaron por todo el Imperio con el mensaje del evangelio, encontraron en la Septuaginta un instrumento útil para la predicación, la liturgia y el estudio.
Los caminos
Sumado al idioma griego, la unidad política de la cuenca del Mediterráneo les permitió a los primeros cristianos viajar de un lugar a otro sin temor de verse envueltos en guerras o asaltos. De hecho, al leer acerca de los viajes de Pablo vemos que el gran peligro de la navegación en esa época era el mal tiempo. Unos siglos antes, los piratas que infestaban el Mediterráneo eran de temerse mucho más que cualquier tempestad. Los caminos romanos, que unían hasta las más distantes provincias, y algunos de los cuales existen todavía, no fueron ajenos a las plantas de los cristianos que iban de un lugar a otro llevando el mensaje de la redención en Jesucristo. Puesto que el comercio florecía, las gentes iban de un lugar a otro, y así el cristianismo llegó frecuentemente a alguna nueva región, no llevado solamente por misioneros o por predicadores itinerantes, sino por cristianos que eran mercaderes o esclavos, y por otras personas que por diversas razones se veían obligadas a viajar. En este sentido, las condiciones políticas de la época fueron beneficiosas para la diseminación de la nueva fe.
Los del camino
Por los mismos caminos por los que transitaban los mercaderes y misioneros cristianos transitaban también gentes de muy variadas religiones. Los primeros cristianos no creían que el tiempo y el lugar del nacimiento de Jesús fueron dejados al azar. Dios había preparado el camino para que los discípulos, una vez recibido el poder del Espíritu Santo, pudieran serle testigos “en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hch.1:8). Por lo tanto, la iglesia nunca fue una comunidad aislada o alejada de todo contacto con el mundo. Los primeros cristianos eran judíos del siglo primero, y fue como judíos del siglo primero que escucharon y recibieron el Evangelio y la Gran Comisión. El sistema de caminos del Imperio contribuyó a la diseminación del Evangelio, puesto que los cristianos no sólo pudieron viajar fácilmente, sino que utilizaron de manera intencional el sistema de caminos del Imperio para llevar el Evangelio de paz. Mientras tanto, la nueva fe continuó propagándose, no solo entre los judíos sino entre los gentiles que vivían en el Imperio Romano y aun fuera de él.
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Fuentes:
1. Harry R. Boer, Historia de la Iglesia primitiva, Editorial Unilit, 2001, pág. 55. CONSIGUE EL LIBRO AQUÍ
2. Alfonso Ropero, Historia general del cristianismo: del siglo I al siglo XXI, Editorial CLIE, 2008, pág. 38. CONSIGUE EL LIBRO AQUÍ
3. Justo L. González, Historia del Cristianismo, Tomo I, Editorial Unilit, 2010, pp 10-15. CONSIGUE EL LIBRO AQUÍ
4. Justo L. González y Carlos F. Cardoza, Historia general de las misiones, Editorial CLIE, 2008, pp. 12-13, 26-31 CONSIGUE EL LIBRO AQUÍ
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